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Los ríos de la sequía

Por Francisco Montfort Guillén

La cultura de una sociedad integra un capital no innato, que congrega y ordena conocimientos, técnicas y mitos en un sistema. No obstante, la cultura llega a funcionar como un conjunto de secuencias bioantroposociales, una unidad funcional para la transmisión y regeneración de caracteres de tipo hereditario. Determina algunas características o rasgos predominantes que troquelan  nuestra individualidad y sociabilidad. Nos deja, pues, su impronta desde el nacimiento.

La cultura se forma mediante un proceso de pérdidas y ganancias, de construcciones y destrucciones de aquel capital con el cual damos forma al capital económico, al capital construido (bienes inmuebles), al capital social (organizaciones e instituciones) y al capital natural (patrimonio natural más conocimiento y valor agregado). Este último surgió en el proceso de hominización, en el tránsito del nomadismo al sedentarismo. La aparición de homo sapiens conlleva también la apropiación de territorios, la domesticación de los procesos reproductivos de vegetales (la agricultura) y de animales (la ganadería). Y todos estos procesos son posibles gracias al dominio humano del agua. Por esta razón las primeras civilizaciones surgen en las orillas de los ríos y lagos y construyen estanques, canales, muros de contención, compuertas. La historia humana es heredera del dominio sobre el Tigris y el Éufrates.

Algunos antropólogos han identificado algunas, muy pocas, civilizaciones maestras en el dominio del agua. Las han llamado “culturas acuícolas”. Una de ellas, ejemplar, floreció en la cuenca hidrológica de Tenochtitlan. Su capital natural lo conformaron el dominio de los ríos y lagos sobre los cuales edificaron su ciudad y un sistema productivo dual basado en la acuacultura y en la agricultura de chinampas, sobre las cuales floreció el esplendor del maíz. Este modelo de producción de capital natural estuvo presente en los demás pueblos prehispánicos del territorio que hoy llamamos México. Gran parte de esta capacidad cultural (cognitiva, técnica y mitológica) se ha perdido.

La cultura mexicana de nuestros días presenta dos rasgos desfavorables para mejorar su calidad de vida. Uno es el tipo de poder político que la domina. Otro es la debilidad organizacional para crear capital natural. La presencia simultánea de estas limitaciones se expresa en la impotencia del Estado para crear una sociedad de libertades, de justicia social y legal y de bienestar para todos sus integrantes.

Consideraciones estrictamente políticas y económicas aparte, nuestra sociedad presenta algunos rasgos psicosociales preocupantes. Sus conductas oscilan con demasiada frecuencia entre los vaivenes de largos estados de ánimo depresivos y periodos breves de euforia súbita. Es capaz de festejar los despropósitos de sus gobernantes y de mantenerse indiferente frente a las grandes perturbaciones que ellos le provocan. Su indolencia ha permitido el ascenso al poder de personas con manías eufóricas, con graves fallas en la estructuración de su pensamiento, con incontinencia verbal, con delirio de grandeza y con capacidades enormes para evadir sus responsabilidades. Los mexicanos parecemos como poseídos por la festinación, esa tendencia involuntaria a andar de prisa para evitar la caída hacia a delante (Larousse). Vivimos con celeridad pero caminamos sin rumbo. La hiperactividad gubernamental mueve a todos y nos mantiene en el mismo sitio. Nos quedamos impávidos frente a  al afirmación presidencial de que nuestro “sistema es una fortaleza”.

La ausencia de reflexión y de pensamiento estratégico se evidencian con los desastres. En la era de la sociedad del conocimiento y de la sociedad de riesgo carecemos de prevención y de capital tecnocientífico. El poder político anacrónico desprecia el conocimiento y las habilidades tecnológicas, pero alimenta el capital mítico y promueve la autocomplacencia. Entroniza el conformismo y la resignación. Para no responder por el presente, las autoridades glorifican permanentemente el pasado, crean chivos expiatorios para culpar a otros de sus propios errores y evaden la responsabilidad de sentar las bases para construir un mejor futuro.
Las aguas de septiembre deslavaron la superficial capacidad del poder político para afrontar las catástrofes naturales. No era la primera vez, pero en esta ocasión quedaron claras las incapacidades, desconocimientos e irresponsabilidades de algunos de sus funcionarios, que convirtieron la catástrofe natural en desastre social. El eslabón más débil de ese poder: los ayuntamientos. Resulta evidente que esta estructura gubernamental padece por exceso y por falta de atribuciones y responsabilidades. Su débil autonomía y su fuerte dependencia del gobierno estatal se evidenciaron con su inacción e impotencia.

La permanente y grave destrucción de patrimonio natural y la evidente incapacidad para crear capital cultural y capital natural cobraron espectacularidad en un estado que a pesar de contar con un tercio de los escurrimientos de agua en el país no ha construido una cultura acuícola. Es evidente que sin capital humano competente y competitivo, el gobierno veracruzano no podrá generar ni capital cultural y ni capital natural que permitan crear una cultura acuícola y haga de ella una fortaleza en la sociedad del conocimiento y una fuerza preventiva en la sociedad de riesgo.

¿Por qué no se han diseñado políticas públicas en Veracruz para contar con un sistema de seguros contra daños catastróficos? Señala Maricarmen Cortés (“Desde el piso de remates”): “El problema (del aseguramiento) se presenta a nivel estatal en la infraestructura urbana con los daños a edificios públicos y a calles y pavimentos, así como a caminos rurales y vecinales”  por esta razón fue que “se modificaron las reglas del Fonden para establecer que uno de los requisitos sea que los gobiernos (de los estados) tengan asegurada su infraestructura”… “Desde luego que el Fonden no niega los recursos en caso de que el gobierno estatal, como desafortunadamente es el caso de Veracruz, no cuente con un seguro…” (El Universal, “Cartera”, 23/IX/10).

Pero no nos engañemos. Los seguros contra daños catastróficos, indispensables e insustituibles, no remedian el descuido de no construir capital humano, capital cultural, capital construido y sobre todo capital natural.

Tabasco, Chiapas, Distrito Federal han avanzado en materia de aseguramiento. Pero resulta evidente que tampoco esas entidades pueden presumir avances en materia de creación de capital natural. En la dura batalla entre ciudades por ser las más competitivas, la comuna de Ámsterdam decidió que su bella ciudad se asuma y promocione como la más amigable con el agua. Trabajan para dominar el mercado tecnológico moderno de la cultura acuícola. Los holandeses piensan en el futuro: en adelante todas sus autopistas y carreteras nuevas serán subterráneas para no destruir su patrimonio natural, y por el contrario, crear capital natural. ¿Qué ciudad veracruzana piensa y puede asumir una definición de futuro como Ámsterdam? Parece más a su alcance hacer realidad el título de este artículo. Autoridades y constructores continuarán su labor para desecar lagos, pantanos, ríos y construir sobre ellos casas, fábricas, jardines. Su obra podrá ser promovida como parte del “realismo mágico” latinoamericano. A los realizadores de los ríos de la sequía se les podrá otorgar un doctorado honoris causa que esté a la altura del unicornio azul.










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