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Justicia a la mexicana: el abismo‏

Por Francisco Montfort Guillén

La cultura mexicana de la convivencia tiene por eje la idea de la justa: la pelea o el combate que acredita la destreza en el manejo de las armas. La épica nacional se ajusta a esta fusión entre la justa y el cobro de cuentas. Las grandes guerras nacionales son sustentadas en el relato de la explosión de los deseos de justicia. En la Independencia la lucha fue en contra de los abusos de la Corona Española y los tratos esclavizantes y explotadores que las minorías extranjeras ejercían sobre las masas mayoritariamente indígenas. El relato de la Reforma nos informa de la lucha en contra de los privilegios de la Iglesia Católica que desfavorecían a los pueblos del territorio mexicano, frente a la debilidad del Estado naciente. La épica revolucionaria está conformada por miles de relatos sobre los abusos que el régimen porfirista y la estructura productiva de las grandes haciendas. En la prensa diaria, en la poesía y en las narrativas literarias de la Revolución Mexicana siempre es posible encontrar un trasfondo de abusos de los poderosos y las humillaciones de los desheredados.

La consolidación de esta cosmovisión tal vez ha tenido en la cinematografía nacional a su más poderoso aliado. La explotación irracional de indígenas y campesinos, el acoso sexual sobre mujeres indefensas, las actuaciones de policías y jueces, el ascenso de un pequeño personaje, congruente en sus principios y conductas, hasta adquirir "Todo el Poder" constituyen buena parte de la temática que ha conformado nuestra cultura nacional sobre la justicia. Muy tempranamente se filma sobre la criminalidad impune, su complicidad con el poder político y el ilegal ajusticiamiento de los bandidos, en ese clásico que es el filme La Banda del Automóvil Gris. Propiamente todos los grandes ídolos del cine nacional han encarnado personajes que, por diversas razones, se convierten en justicieros luchadores a favor del pueblo bueno. El complemento cultural de la justa está constituída por la gesta de la rendición, el rescate de victimas, sacar de la esclavitud o salvar del peligro, liberar de obligaciones ilegales y deshonestas. La cultura mexicana, la que entusiasma a las masas, no es la establecida por la conducta legal y legítima sino la del héroe o mesías redentor. Jorge Negrete en El Ametralladora o en El Peñón de las Ánimas; Pedro Infante en Los Gavilanes, Martín Corona o Vuelven los García; Luis Aguilar en El Águila Negra. Y también los cómicos como Cantinflas, Clavillazo, Resortes filmaron ejemplares comedias que desnudaban las iniquidades, excesos y corrupciones del sistema gubernamental de justicia. Haciendo uso de la valentía, del ingenio y con la buena suerte de su lado, estos héroes fílmicos educaron a la sociedad sobre la esencia profunda no sólo de la criminología mexicana, sino también de la corrupción, de las complicidades del gobierno con los económicamente poderosos, de las incapacidades de policías, jueces, investigadores, abogados y coyotes, incluido el sistema carcelario.

Y todo esto sin olvidar que casi todas las películas sobre la vida de los marginados urbanos, de los barrios bajos con sus encarcelados que eran declarados culpables por ser pobres, analfabetas y desconocer sus derechos, con sus   mujeres violadas que fatalmente son convertidas en cabareteras o en bailarinas exóticas, en fin, la filmografía de la época dorada del cine nacional, cuando reinaba el más absoluto control de los presidentes priistas que hacían grandes esfuerzos y sacrificios para que la sociedad mexicana no se inquietara ni viviera con temor a causa de los maleantes organizados, aparecía casi siempre como trasfondo el trasiego de drogas, en donde unían sus  esfuerzos autoridades y maleantes. Ni en las películas de los hermanos Rodríguez o en las de Juan Orol o en las clásicas de los luchadores, los héroes son jueces conocedores del derecho, reflexivos, imparciales. En todas las películas los héroes son o civiles o policías honestos que matan o encarcelan, sin juicio alguno, a los maleantes. El Santo y Blue Demon, los personajes del investigador Valente Quintana, Arturo de Córdova, Demetrio González, Tony Aguilar o Fernando Fernández y Pedro Armendáriz son la encarnación, no de la justicia, sino de la redención salvadora. Resulta  imposible olvidar la referencia que constituye el filme de Luis Buñuel, que no sólo muestra la vida de "Los Olvidados", sino el desamparo, en donde la desolación es tal que la gran presencia, por su ausencia, resulta ser la justicia formal del sistema jurídico mexicano. Después de la muerte, un enloquecido e ignorado padre de familia clama justicia, que llegará con la continuidad y la soledad convertida en rutina burocrática de la vida cotidiana.

Ahora el filme Presunto Culpable nos muestra, sin ficción, el relato desnudo de la actuación del sistema de justicia a la mexicana. El testimonio hace presente la ausencia de justicia y la realidad toma la forma de ficción. Todo es irreal, es decir, la trama y los personajes parecen imposibles, fantasmagóricos y el desenlace ilusorio. Los espectadores conocen el abismo de mexicanos que fueron arrojados a la profundidad insondable del tejido bordado entre policías, investigadores, ministerios públicos, jueces, carceleros. Todas sus conductas son abusivas, excesivas hasta la demencia convertida en rutina burocática. La sociedad mexicana enfrenta desde hace muchas décadas el abuso de autoridad y poder de quienes en teoría deben protegerla, asegurarle justicia expedita y conforme a derecho.

El abismo que separa a la sociedad de sus autoridades es la ausencia de una justa apreciación, reconocimiento y respeto de los derechos, los méritos y la dignidad de los ciudadanos. Porque la injusticia está presente tanto en el seguimiento y castigo de los delitos del orden común como en los del crimen organizado, en los delitos electorales (donde la consigna de los jueces parece ser: gane como quiera y pueda, que la ley no impedirá su triunfo) o en los delitos comerciales o en las agresiones a las mujeres o en  las actuaciones de los integrantes de los  poderes públicos. Sin el respeto a las leyes no existe confianza y sin ésta no es posible el desarrollo. La justicia es la base de la credibilidad, de la fe, del crédito, de la confidencialidad y del respeto por los otros, nuestros semejantes y diferentes seres humanos con los que convivimos. En México estamos atrapados en la paradoja de convivir con tasas de impunidad del 90% y con tasas semejantes de que quien caiga en las manos del ministerio público, será consignado como culpable. A menos que quienes resulten culpables tengan  influencias políticas y dinero para comprar su impunidad.

La responsabilidad de las universidades en este gigantesco problema nacional no puede ni debe ser soslayado. Porque muchos títulos de abogados se consiguen no sólo con falsificadores profesionales, como en el tristemente célebre barrio de Santo Domingo de la Ciudad de México. No son pocas las escuelas y facultades de derecho que fungen como productoras de recursos humanos sin conocimientos del derecho, sin ética profesional y sin valores morales. En esas universidades se premia el supuesto liderazgo político, el control del alumnado corrompiéndolo con prebendas para conformar grupos de porros o miembros de las sociedades de alumnos. En el colmo, algunas facultades han conocido autoridades que arreglan los registros de calificaciones de alumnos que presionan por la fuerza o con los convincentes argumentos del soborno y las ayudas mutuas. Si a la sociedad mexicana le costó trabajo construir un sistema electoral menos vulnerable al arreglo ilegal de resultados y con resultados desiguales y precarios, reconstruir el sistema de justicia se le presenta como una tarea casi imposible, titánica, porque este sistema incluye no solamente los subsistemas policiaco, carcelero, investigativo, de acusadores y defensores, de jueces y magistrados para delitos del orden común y de delincuencia organizada. El sistema incluye, entre otras instancias, los tribunales especializados en asuntos agrarios, laborales y dependencias como las aduanas y el control del lavado de dinero de la Secretaría de Hacienda. Hoy ya es tarde para iniciar esta reconstrucción que exige la participación de todos los ciudadanos. Una última cuestión que me sorprende ¿por qué conociendo esta terrorífica situación, las universidades públicas, especialmente las facultades de derecho, no han realizado una revuelta moral, ética, política, jurídica y profesional para cambiar este insoportable y humillante sistema de justicia,  “mexicana hasta las cachas”? ¿Esperarán que reencarne el personaje de televisión creado por Chucho Salinas, el famoso Juan Derecho para que llegue latiguearles y sacarlas de su comportamiento cómplice?




















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