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Democracia discordante y sorda

Por Francisco Montfort Guillén


Esperando a Godot expresa claramente la potencia del absurdo convertido en teatro. Godot, el personaje central, en torno al cual se desenvuelve la obra, nunca aparece en escena. La versión mexicana (por lo menos una de ellas) de este personaje es la democracia en el ámbito federal. De ser cierta la suposición de que en la elección presidencial del 2006 existió fraude (porque nunca se demostró), y verdaderas también las versiones de que Felipe Calderón designará al candidato panista y lo convertirá en su sucesor en la presidencia (lo que está por verse), significarían que no hemos avanzado nada en términos políticos y que durante todo este tiempo la democracia ha sido el personaje central del teatro político mexicano, pero que nunca ha aparecido en escena. La realidad, en consecuencia, nos mostraría a una sociedad que es capaz de pensar sabiamente y actuar de manera absurda.

Lo que sí es constatable es la discordancia entre los deseos expresados en discursos políticos, análisis periodísticos y estudios académicos y las realidades de un país heterogéneo, diverso, diferenciado en sus costumbres, percepciones y conductas. La discordancia resulta de la ausencia de distinción y caracterización de esas realidades con la evocación de la democracia como un ideal, un todo homogéneo, sin fisuras, idéntico a sus postulados. ¿Son iguales no sólo las realidades, sino las ideas de democracia que el PRI  de la dictadura cuasi perfecta plasmó en la Constitución como forma de vida y las realidades e ideas democráticas que hoy se manejan por doquier? ¿Es posible hablar de democracia en México sin especificar si el objeto que se designa es el sistema federal o alguno referente a los estados de la república? ¿Cuál es el Godot democrático del que todos hablamos pero que nadie ha visto en escena? ¿El Godot es sólo nacional o también está en cada entidad de la república?

Las imágenes que vemos en el teatro político no sólo difieren de los ideales de las teorías democráticas sino que ejemplifican hechos contrarios a la razón, al sentido común y a la decencia. A los ojos de la mayoría son actos inopinados y ridículos, que violan las reglas de la lógica, los preceptos legales, la convivencia civilizada. Actos inaceptables que merecen primero la condena y después... ¡el apoyo en las urnas! Convengamos que, en esta contradicción, se resume lo absurdo de la condición mexicana, es decir, de la existencia humana. Estamos en las condiciones que describía Albert Camus: "Para mí la única realidad es el absurdo. El problema estriba en saber cómo escapar de él y si del  absurdo se debe desprender el suicidio". En nuestro caso el dilema es similar. Tenemos que encontrar las vías para superar el absurdo pseudodemocrático en el que hemos caído o dejar que continúe hasta que los dirigentes políticos provoquen el suicidio de nuestra fantasmal democracia.

La inepcia y la estupidez son acompañadas de sordera en acciones políticas que dejan insatisfechas a las sociedades, lo mismo por las actuaciones del gobierno federal que por las formas de los gobiernos de los estados y los municipales. Este malestar cultural, sin embargo, no permite vislumbrar actitudes de pleno rechazo a los partidos, a los políticos y a los funcionarios. Esta situación permite suponer que no todo "está podrido en Dinamarca" y que existen bases para la regeneración institucional a escala de la república. La reorganización, es decir, la reforma de todo es la tarea pendiente: todo debe ser discutido, modificado, repensado.

Las elecciones del año pasado, y las dos de éste, no son las peores de nuestra historia. Por el contrario, son los mejores ejemplos de nuestras realidades, tan alejadas de los cánones teóricos de la mal llamada ciencia política y del decoro y la decencia personales de los actores políticos, que uno desearía formaran parte de su actuación pública. Y es de esas realidades de las que debemos partir para reformarlas y mejorarlas con nuevos atributos. Tal vez la primera tarea sea no generalizar las condiciones político-electorales locales tan diversas, adjudicando sus características a la situación federal. Por mucho que haya cambiado el IFE y la calidad de los integrantes de su consejo general; por mucho que las reformas de la venganza y la frustración de las supuestas izquierdas hayan modificado las leyes y las reglas de operación de las luchas electorales del gobierno federal, su consistencia institucional y  su conformación ciudadana están muy por encima de la calidad y las condiciones operativas y políticas de sus pares en los estados de la república.

En cambio sí existen consideraciones de orden partidista que soportan algún nivel de mayor de generalización. Por ejemplo, está la ausencia de "destino manifiesto" sobre la preponderancia absoluta de cualquier partido político. Ninguno tiene como fatalidad inescrutable el triunfo o la derrota, aunque en algunos estados, de mayor atraso político, se siga sin conocer la rotación de élites de gobierno mediante el juego de la alternancia política. También son previsibles tanto la continuidad de los abandonos y afiliaciones súbitas de líderes políticos y sus seguidores en aras de obtener el poder con uno u otro partido, como las alianzas partidistas. Estas dos realidades cuestionan no sólo la teoría, sino las creencias arraigadas en torno a la solidez del sistema partidista mexicano y a la pluralidad ideológica que ellos deberían expresar.

A pesar de la antigüedad del registro del PAN y del PRI, el sistema de partidos en México es tan nuevo como el Godot democrático. Su conversión a la modernidad política está en proceso. Del resto de los partidos se puede afirmar lo mismo: aunque neonatos nacieron en la antigua cultura política y obedecen a sus comportamientos, actitudes y creencias. El PAN, el partido más singular en el sistema democrático del país, ha terminado por sucumbir a la realidad política del absurdo, como consecuencia de su involucramiento en el ejercicio del poder. De ahí que su torpeza para desenvolverse en la cotidianidad sea más visible, porque su transformación se ha realizado a la baja, es decir adecuándose a la normalidad mexicana. Por eso no son pocos los que lamentan su pérdida de imagen y de actuación y de valores e ideología, lo mismo al interior del partido que entre sus adversarios.

La raíz de los partidos mexicanos es la indiferenciación, las coaliciones, alianzas, frentes comunes así como el temor a la crítica, a la especificación, a la innovación. Esto así porque durante el siglo pasado el discurso dominante fue el de la unidad nacional, el respeto al mando único, el cerrar filas en torno a una persona o una organización: el individualismo, la personalización, la diferenciación eran los antivalores que atentaban contra la nación y la sociedad mexicanas. Curiosa paradoja: el PNR, el PRM y el PRI son expresión de las alianzas. Y en su etapa institucional, el partido revolucionario tuvo que enfrentar los primeros embates democráticos mediante alianzas con sus partidos satélites. Para desaparecer a los ojos del elector su mala imagen de marca, se ha presentado desde hace ya décadas como alianza, tanto en el ámbito federal como en los locales. El PRD es el resultado de alianzas que no han conseguido fundirse orgánica e ideológicamente. Los partidos pequeños, sin ideología y sin programas propios dependen de las alianzas para mantenerse vigentes en el ámbito partidiario, porque socialmente representan casi nada. El mismo PAN ha tenido que recurrir a las alianzas, aunque con menor fortuna.

De la movilidad de políticos entre partidos y de las alianzas se desprende otra realidad: la pluralidad, "el arco iris ideológico-partidista" (la cursilería de la frase corre por cuenta de José Woldenberg) es propiamente inexistente en México, puesto que los partidos pueden representar intereses de grupo, pero no alternativas de ideas e ideológicas distintas. Y algo más. Para nuestro sistema presidencialista nos sobran partidos. Las alianzas muestran que la verdadera lucha por el poder se define entre dos fuerzas partidistas, luchando todas por aparecer como portadoras de lo políticamente correcto que es ser de izquierda      (cualquier cosa que esto signifique), y que después de las elecciones federales de 2012 es probable que en términos prácticos desaparezca uno de los llamados partidos grandes, que se sostendría sólo por la fuerza, nada despreciable, de los presupuestos públicos. Si miramos sin anteojeras interesadas y poco ideologizadas nuestro sistema político, es muy probable que no estemos esperando a nuestro propio Godot, sino que, estando presente, por ser tan cruelmente real, preferimos ignorarlo, volteamos la vista fuera del escenario y gritamos, desesperados por su tardanza, que lo esperamos ansiosos, aunque en realidad sigamos la fiesta que nos ofrece nuestro régimen político y nos sintamos felices por vivir en este fabuloso, absurdo y costoso desmadre.















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