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Ilegitimidad y silencio


Por Francisco Montfort Guillén


La legitimidad de un gobierno no se obtiene con las solas urnas, si es que se ha sido electo de verdad. El primer deber es el respeto a la Constitución. Así, con estas pocas palabras define Shirin Ebadi, la abogada iraní Premio Nobel de la Paz dos condiciones esenciales de un verdadero régimen democrático. (Jean Meyer). Su crítica continúa con uno de los efectos de la legitimidad cuestionada: el silencio de la sociedad. Y concluye con el apoyo central de un régimen de esta calidad: el apoyo de los beneficiados reales, que en “términos históricos mexicanos” podríamos llamar “la familia revolucionaria”. (Miedo en Irán, miedo en Irán. El Universal. 28/XI/10).

A pesar de la mala condición de la mujer mexicana, y los antecedentes antes señalados, sería exagerado equiparar las situaciones de Irán y México. Lo que ya no resulta tan abismal es la idea de ilegitimidad y silencio democrático. En el primer caso es evidente el descenso de la calidad de las elecciones en el país. Un descenso que tiene varias vías. Una de ellas es la legal. En los ámbitos federales y locales, de manera silenciosa, paulatina y persistente, las leyes fueron siendo reformadas para evitar verdaderos castigos a candidatos y partidos políticos por sus conductas ilegales; la ley no sólo eliminó los incentivos negativos. Introdujo condiciones de lucha electoral que atan de manos a las instituciones electorales para obligar a los actores políticos a cumplir las normas legales establecidas. La contrareforma consistió en dejar de incentivar las conductas legítimas y legales, en desaparecer verdaderas sanciones a los infractores (pérdida de registro y anulación de elecciones por cometer actos fraudulentos, ilegales, indecorosos) y en convertir a los órganos electorales en instancias legitimadoras de conductas sancionables pero imposibles de probar. En resúmen: se premia  la astucia en la transa, se condena por inoperante la conducta ética.

La otra vía ha sido la confección de organismos a modo y favorables al grupo en el poder. Son colocadas personas sin antecedentes de lucha o siquiera con mínimo interés por la democracia. Arribistas de la política, sus deseos son complacer las instrucciones de sus impulsadores y medrar con las canonjías derivadas de su docilidad, así como disfrutar, más allá del decoro, de los presupuestos públicos puestos a su disposición.

El silencio de la sociedad es la contraparte, el complemento de la ilegitimidad democrática. No requieren los detentadores del poder establecer un régimen represivo para acallar a la sociedad. También de manera silenciosa y secreta, propietarios y periodistas son convencidos de seguir una conducta afín a los intereses gubernamentales. Han creado y recreado el periodismo de la lisonja. La prensa de la adulación ha puesto fin al diálogo razonado del espacio público. El gobierno se convierte así en el monopolizador de la palabra. Su voz, la voz del amo, no acepta críticas. Pero más grave aún es que la prensa del mimo impide la circulación de la información. Y sin ella, sin datos reales que expresen las situaciones que vive la sociedad, sólo recrea el silencio.

Esa es nuestra realidad. Tenemos elecciones de dudosa calidad y de resultados cuestionados. Los elogios desmoralizan la inteligencia y derrotan las visiones críticas. El panorama, en estas circunstancias, no resulta halagador. Y con este panorama iniciamos un nuevo sexenio local, al que le sobran alabanzas y le faltan inteligencias críticas en la sociedad y en los medios. Es dura la verdad. Será peor no hacerle frente.







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