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Servidumbre voluntaria

Por Francisco Montfort Guillén

Ha tomado carta de naturaleza en nuestra sociedad, en nuestra cultura, que la idoneidad de las instituciones públicas basta y sobra para producir comportamientos individuales y sociales correctos. Por la construcción de dichas instituciones esperamos que la justicia y la libertad florezcan en nuestra vida cotidiana. Y cuando los hechos nos demuestran el fracaso educativo, la pobreza económica o la inseguridad pública tendemos a culpar aquellas instituciones pensadas para proporcionarnos dicha y bienestar. Pocas veces aceptamos que algunos de nosotros o personas similares a nosotros son quienes las hacen funcionar o que el fracaso de su operación se debe al comportamiento individual y colectivo de todos los ciudadanos.

Esta disociación muestra la evasión de responsabilidades en la que culturalmente somos formados. Por muchas generaciones hemos dejado que el día a día nos forme como ciudadanos responsables, como profesionistas competentes, como personas solidarias. Crecemos pensando que la escuela, la policía, el sistema de salud o el sistema electoral fueron construidos magistralmente, con los más nobles objetivos y que basta su presencia para socializar e instituir valores y conductas deseables, admiradas y reconocidas por todos.

El pasado no es un estado de tiempo inasible, etéreo. Ha dejado su huella en nuestra cultura y se reproduce en cada uno de nosotros desde la infancia. Adquiere connotaciones valiosas cuando constatamos la reproducción de tradiciones históricas o culinarias. Pero cerramos los ojos cuando ese pasado se nos hace presente por medio de conductas y actitudes que nos dañan. Por lo regular tratamos de explicar estas conductas con el simplismo de una dualidad insostenible: los ciudadanos son ejemplares, los funcionarios públicos son perversos.

Es culpa de los funcionarios el bajo rendimiento escolar, los homicidios y el crimen organizado, las enormes deficiencias del sistema salud, la baja calidad de las infraestructuras. La respuesta oficial no es menos simplificadora: contamos con leyes de gran calidad, las instituciones funcionan a su máxima capacidad y responsablemente, los funcionarios son los más competentes. Vivimos un duelo permanente entre ciudadanos ejemplares imaginarios contra instituciones ideales imaginarias. No cambiamos estas visiones a pesar de la inmensa realidad que nos muestra nuestro subdesarrollo, nuestra premodernidad y nuestra antidemocracia.

Para romper este duelo entre quimeras requerimos repensar nuestro modelo de convivencia y nuestra cultura. Necesitamos, con urgencia, instituir valores si deseamos crear las condiciones para que podamos vivir las vidas que queremos y somos capaces de construir. Sólo por esta vía podremos eliminar injusticias remediables. Nuestra realidad, sin embargo, nos desilusiona, porque somos incapaces de aceptar nuestras limitaciones derivadas de vivir en un contexto de “servidumbre voluntaria” y de ausencia total de “repugnancia moral”. Éste es propicio para desarrollar tanto el juego del autoengaño ciudadano como el de los embustes políticos.

Sólo esta abominable combinación que provoca sujeción, humillación y poca estima puede explicar la aceptación social de la actual clase política y el desfondamiento moral y ciudadano de la sociedad civil. Con la actual situación de Tamaulipas y Chihuahua ¿cómo explicar que la sociedad refrendara el dominio político del PRI? ¿Cómo explicar la aceptación pasiva del retroceso antidemocrático de los procesos electorales en todo el país? ¿Cómo es posible aceptar la moneda corriente de la corrupción oficial y privada? ¿Y la pasividad de las sociedades nacional y estatal frente al fracaso educativo, origen de la mayoría de nuestros males, no es acaso el síntoma claro de un mecanismo de autodefensa, de pasividad frente a la derrota y de aceptación voluntaria de liderazgos políticos que las sojuzgan? ¿Qué decir de la inaceptable seguridad pública, la mala calidad de la justicia y el aberrante funcionamiento de las policías? La presencia de la “servidumbre voluntaria” y de la ausencia de “repugnancia moral” es una relación que puede explicar las condiciones que han provocado el pesimismo social que nos invade y la permanencia de élites disfuncionales al progreso de la sociedad mexicana.










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