Misión Imposible vs Rápido y Furioso
Por Francisco Montfort Guillén
Una de las fantasías recurrentes de los mexicanos de nuestros días es ser protagonista de un affaire con la justicia. Pero, acota Juan Villoro, en un asunto en el cual los abogados y el sistema sean norteamericanos. El sueño sería estar con los casi míticos seres evocados en series tan viejas como Perry Masson o tan actuales como La Ley y el Orden. Y se puede agregar que dicha experiencia sería como recibir un impactante e intensivo curso de defensa y ejercicio de derechos humanos, de vivencias compartidas, alegres y tristes, de dudas en el ejercicio del bien y el mal, de cuestionamientos permanentes sobre el profesionalismo, la utilización de recursos que están en el límite de la legalidad para defender algo justo y, en fin, para saber que siempre triunfa la verdad y la justicia. Ese es uno de nuestros delirios frente a las vivencias reales que nos garantiza nuestro sistema de justicia y de seguridad pública y de ejercicio de los derechos humanos.
La diferencia entre el sistema idílico norteamericano y el real mexicano pasa sin duda alguna por la cultura. Sabemos que en el país del norte existen muchos compatriotas que purgan condenas mediante procesos violatorios de la ley. Y deben existir múltiples casos de injusticias irresueltas, de condenados inocentes y culpables liberados. La certeza es que esos casos que no forman la mayoría y, que de ellos, se obtienen experiencias para reformar y mejorar procedimientos y normas. Por ejemplo, la obligación legal de los policías de recordarle a los detenidos, culpables reales o inocentes reales, sus derechos, y explicitarles que tienen la opción a permanecer callados o lo que digan será usado en su contra, proviene de un juicio ejercido en contra de un mexicano que había cometido un delito, pero como no le hicieron saber sus derechos, tuvieron que dejarlo en libertad. A partir de este caso, se reformaron las leyes para que, en toda la Unión Americana, al detenido se le recuerde que tiene derecho a solicitar o contratar un abogado defensor, pues su culpabilidad no la determinan los policías.
Se puede establecer otra analogía. Los mexicanos de hoy seríamos los más orgullosos de nuestra historia si nuestros agentes de seguridad tuvieran las cualidades y realizaran las hazañas de Rambo, y tuvieran la efectividad del equipo que protagonizan los investigadores de Misión Imposible. Aunque de origen inglés, también qué no daríamos los mexicanos por sentirnos protegidos por agentes como el 007 o, más terrenales pero no menos competitivos, por los policías y agentes de CSI o The Glades o Colombo y tantos héroes que pueblan las series y filmes norteamericanos. Los mexicanos, en cambio, estamos destinados a carecer de jueces y policías que podamos enaltecer hasta convertirlos en héroes. En nuestra cultura los héroes son aquellos personajes que protegen a sus semejantes en contra, precisamente, de las autoridades, solas o coludidas con maleantes. Nuestra cultura no se basa en la ley y el orden y en el respeto a las instituciones. Lo nuestro es la venganza de agravios, las reivindicaciones frente a los abusos del poder, la protección frente a la violencia e ineptitud de las autoridades. Quien lo haga, así sea un forajido, merece nuestro respaldo, nuestra confianza, nuestra admiración. Es, ahora, el caso de algunos de los narcos: héroes populares en muchas comunidades.
Chucho el Roto, como paradigma del Robin Hood mexicano, que roba a los ricos para proveer a los pobres, después es encarnado por héroes fílmicos, rurales o urbanos, civiles o militares, que se oponen a las injusticias que padece un pueblo, una persona o un grupo indefensos. A los victimarios no los procesan los jueces y nuestras leyes. O los matan cuando se oponen a la justicia, o las acciones terminan con su detención por los vengadores, muchas veces anónimos (El Zorro, La Sombra Vengadora; El Santo o Blue Demon, Los Gavilanes). Nuestra cultura popular (y la refinada) carece de los valores y la pedagogía de la imparcialidad de la ley y de las conductas honorables de las personas encargadas de administrarla o procurarla. En cambio contamos con la febril actividad legislativa que nos inunda de leyes constitucionales y secundarias que casi nadie conoce, que por diferentes razones siempre son violadas o mal interpretadas, pero que permiten a los políticos llenar la bitácora de sus discursos.
Finalmente, quisiéramos tener mejores políticos y que por lo menos en algo se parecieran a los de norteamérica. Que fueran más responsables, mejor preparados académicamente, con capacidad para resolver problemas y defender los intereses ciudadanos. La realidad, sin embargo, nos muestra que en las tres situaciones descritas, las películas y las series norteamericanas de televisión sólo promocionan y, al hacerlo, construyen imágenes favorables que fortalecen la cultura de la superioridad e infalibilidad de sus sistemas. Esto así, porque la vida cotidiana nos ofrece ejemplos contundentes de que si bien son mejores profesionalmente en muchos aspectos, los gringos son seres humanos, como cualquier otro, cargados de defectos y limitaciones. Un ejemplo contundente es el diseño y aplicación de la operación encubierta Rápido y Furioso. Mal planeada y peor ejecutada, pensada (es un decir) con mucha inocencia (para decirlo suavemente) y basada en una enorme ignorancia sobre nuestro país. El fracaso refleja la torpeza política de sus diseñadores, y la reacción de todos los altos funcionarios del presidente B. Obama, frente a su Congreso, revela las mismas conductas que pintan a nuestros próceres mexicanos. Todos niegan su participación o alegan desconocimiento en un grave problema que en lugar de resolver, lo incrementaron.
La lección para nosotros es bastante desoladora. Divididos internamente, buscando a toda costa frenar a sus opositores, los políticos mexicanos carecen de la inteligencia y la habilidad para hacer frente a los verdaderos enemigos de México en esta grave situación. En lugar de condenar a los delincuentes y atacarlos sin descanso, culpan al presidente de todos los problemas. En lugar de condenar la injerencia y estupidez norteamericana por la operación encubierta, el presidente se ataranta y no exige respeto al país y sus opositores aprovechan la ocasión para atizarle más críticas. Sin unidad interna resulta difícil resolver nuestros problemas locales. Sin unidad interna, la política internacional resulta, esa sí, Misión Imposible. La realidad mexicana, dicen algunos, supera cualquier ficción. Pero ésta no nos ayudará a resolver los problemas reales.