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Esculpeluquería: estética personal de lo efímero

Por Francisco Montfort Guillén

Su oficio verdadero es el trabajo de la efímera ilusión estética. Su complemento es la del obligado psicoanalista que escucha las peticiones e historias cuya aparente ligereza esconde el drama de la vida.  Su obligación profesional es lograr que la imagen que las personas tienen de sí mismas sea justamente la abstracción de sus virtudes, la potencia de su ilusión convertida en dimensión real de su autoestima. De esta manera consigue que la máquina más compleja y perfecta del mundo, el cerebro humano, se cubra de imaginación gracias al modelaje de las cabelleras.

Primero fueron el peluquero y la cortadora de cabello, oficios propios de la división del trabajo por género. El proceso de la revolución cultural del feminismo y de la estética del descuido y el desarreglo personal de la psicodelia fue creando la fusión de esos oficios en la figura andrógina del estilista. Ahora, hombre o mujer, los estilistas son los sumos sacerdotes del único espacio social al que se le ha concedido el honor de albergar la patafísica de los signos de la seducción: el salón de belleza, que recibe por igual a todos los aspirantes al lucimiento de la fusión masculinofemenino.

En el espectral San Ángel, recuerdo del bucólico provincianismo que alguna vez tuvo la Ciudad de México, oficia en la Avenida de La Paz el misterioso Gerardo Sánchez, en un ambiente totalmente fusionista: entre una construcción arquitectónica de evocación colonial mexicano y aire europerizado, entre restaurantes franceses  (Cluny Crêpes), argentinos, españoles y bares se esconde una pequeña sala de nombre inequívoco: Hair Studio. Stylist. Gerardo muestra que su oficio le otorga sabiduría y que ésta la adquiere con sus manos. Sus dedos le transmiten las posibilidades de la transformación. Con cada cliente crea su fantaisie fusionniste: esculpe y pinta sueños y deseos de los potenciales seductor@s en cabelleras que dejan de serlo para convertirse en virtualidades artísticas e ilusiones amorosas. Durante su proceso creativo descubre, sin preguntar, y con sólo mirar el comportamiento del cabello si su cliente recibe un tratamiento hormonal o le inyectan cortizona. Ha descubierto embarazos que sus clientas desconocen, y mediante mágicas pociones  de chocolate caliente, logra los más perfectos permanets indéfrisables.

Toño es de otra época. Fue el prototipo de la masculinidad que poco se diferenciaba del machismo. Su peluquería fue el templo de los hombres solitarios. Sus instrumentos de trabajo eran rudimentarios. Tijeras, navajas, brochas y unas máquinas manuales que atormentaban nucas y patillas en su afán de lograr la perfección de los “casquetes cortos o largos”, o el socorrido “brush”, o el sofisticado “tapa plana con salpicaderas” y las “castañas recta, cuadrada o redonda”. Contaba, eso sí, con dos auténticos sillones de peluquero, verdaderos tronos que hubiera envidiado el Rey Sol. Y botellas, raras y esbeltas, de todos los colores, que guardaban celosamente pócimas secretas para ser usadas según la sabiduría de Toño, el Maestro Peluquero.

La lámpara de caramelo giratorio identificaba ese rincón de la masculinidad protegido por un desconcertante nombre comercial: Peluquería Tabú. Su ubicación nunca pudo ser más estratégica. De un lado  estaba La serranita de Hidalgo, atendida por una joven de perturbadora belleza. Sara atraía a los clientes para comprar lo que ella quería venderles, no lo que ellos necesitaban y, a cambio, les ofrecía una musical risa y una pícara mirada.

Del otro lado estaba equipamiento militar destructivo más importante que ha tenido México. La Bomba Atómica, verdadero antecedente de la Planta Nuclear de Laguna Verde, que vendía los curados de pulque más extravagantes y alucinantes de todo el país. En ese rincón que guardaba el espíritu auténtico del maguey y se jugaba rentoy, el pulque perturbaba el alma de Los Calicos, hermanos albañiles que a la menor disputa disparaban los misiles nucleares de sus cuchillos.

En la Peluquería Tabú, Toño, practicante del boxeo, aplicaba la infalible estrategia de primero estudiar al rival. Observaba detenidamente a su cliente antes de empezar a peluquearlo. “Hay que hacerlo como Baby Vázquez o Fili Nava-sus ídolos- decía al inicio de cada corte de pelo: primeros rounds para conocer y ya después atacar”. Y mientras ejercía su oficio, uno podía disfrutar de una variedad inagotable de comics, la Revista Ja-Já, el solemne Siempre! Y la renovada y misteriosa revista Box y Lucha que reunía las estrellas de esos deportes, sin faltar la edición diaria del Esto, La Afición y Ovaciones. Toño murió cuando fenecía el mundo de la masculinidad abierta y refinada. Hoy ya no tenemos Tabú ni Bomba Atómica. Ahora Coyoacán  es un espectro para fachosos pseudointelectuales que hicieron de La Guadalupana, cantina con olores y prácticas del Viejo Oeste, con peleas diarias, un desabrido restaurante unisex en donde los más valientes sólo desenfundan libros que les encubren su soledad.





















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