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Los espacios comunes: ¿públicos o privados?‏

Por Francisco Montfort Guillén

La diversidad y heterogeneidad de nuestro país ya es un factor que impide las generalizaciones sobre lo que nos gusta llamar México. Los ejemplos más rotundos de estos años lo conforman la seguridad pública y la transición democrática. En ambas cuestiones, una visión general produce afirmaciones difíciles de mantener como válidas en múltiples ámbitos regionales. Porque ni todo el país es Ciudad Juárez en cuestiones de inseguridad, ni en materia democrática todos los estados han experimentado la alternancia ni cuentan con las instituciones deseables en materia electoral, calidad profesional y competitividad, de división de poderes y autonomía funcional que caracteriza, aun con muchas fallas, al gobierno federal. Y otro tanto puede decirse si enfocamos el análisis sobre la maneras en que la sociedad civil, en realidad, las formas en que grupos sociales defienden sus derechos, los refuerzan y los expanden, o sea, luchan por formalizar eso que llamamos desarrollo y que consiste centralmente en las posibilidades reales que tienen las personas para vivir la vida que desean vivir porque la consideran digna de sus ideales y esfuerzos.

Resulta complicado vivir los tiempos y realidades del mundo globalizado y la sociedad internacional y planetaria mezclados con las realidades nacional, estatal y municipal. Cada espacio lleva su ritmo, sus códigos y sus exigencias. Sus interconexiones no las determina y regula el gobierno. Pero sí se vale de estas vinculaciones para encontrar espacios y excusas en los cuales esconder sus errores y equivocaciones. Por su parte, los ciudadanos requieren de mejores herramientas conceptuales para diferenciar cuáles de sus problemas tienen sus causas principales en alguno de estos ámbitos o si son producto de la conjunción de múltiples factores. Y si sus líderes políticos no los ayudan a esclarecer los problemas, entonces sucede que se puede generar en la ciudadanía un profundo sentido de frustración por no encontrar las soluciones adecuadas.

Existe en las sociedades un bien intangible que provoca, cuando se le conduce por las vías adecuadas, transformaciones de diferente índole y provecho. Ese bien es la energía social que nace ya sea del entusiasmo por la novedad o por la resistencia frente a las amenazas. En este último caso, por tener un carácter defensivo, se trabaja con menos alegría y con más preocupaciones y el desgaste social es mayor. Existen personas que dedican buena parte de sus energías a defender causas ciudadanas, siempre a la defensiva frente a los actos de poder económico, del poder político y del poder y burocrático de los gobiernos, empecinadas en cuidar lo que ellas consideran es de todos, es decir nuestro patrimonio colectivo. Son los que siempre luchan, son " los imprescindibles".

En el puerto de Veracruz, ciudad de hazañas, una de las cuales, y no la menor, es haber resistido a las caprichosas acciones de sus propias autoridades elegidas, existe uno de estos grupos de " imprescindibles". La asociación civil se llama Defensa del Patrimonio Histórico y Cultural de Veracruz. Llevan tiempo en la brega. Han conocido fracasos: la defensa del antiguo Mercado de Pescadería. También tienen victorias. Por ejemplo la defensa del Parque Zamora y la del monumento a Los Niños Héroes. Han sido más que acciones de preservación. Han forjado signos de identidad  civilizatoria frente al urbanismo desurbanizador. De igual manera han logrado la preservación de los árboles de la avenida Díaz Mirón y la presencia del Parque Reino Mágico como espacio colectivo y lograron quitar los barandales que afectaban la idea central de convivencia en los portales del zócalo veracruzano.

Su presencia y su perseverancia es un tanque de oxígeno para una sociedad que se debate entre la tristeza del continuismo depredador y la amargura de una pseudomodernización sin talento y de voraz apetito comercial. La defensa del Patrimonio Histórico y Cultural de Veracruz la comanda un ciudadano dedicado a la producción/confección de ropa y quien junto con otros ciudadanos dedican buena parte de su tiempo de descanso y diversión a luchar por causas de la mejor tradición civil. Bogar N. Franco López y sus colegas ahora pretenden poner en claro otro punto, otra acción que alerta sobre lo que constituye el lema de la asociación: Patrimonio en Peligro, Patrimonio Destruido. La lucha de este grupo de jarochos pone en el centro del debate una cuestión que debería ser uno de los ejes de la discusión pública en toda la entidad: ¿cuál debe ser el límite entre los espacios comunes y públicos de una sociedad y los espacios comunes privatizados por la autoridad política para usufructo de una empresa y provecho para las arcas públicas, en este caso municipales?.

La instalación de parquímetros y de los vendedores ambulantes son dos de las muestras más mexicanas y acabadas de la arbitrariedad de unos cuantos sobre la indefensión de las mayorías. Por otro lado, no se puede dejar de lado el problema del aumento del parque vehicular, producto del crecimiento de las clases medias, que impone sobre la misma sociedad sus desmesuradas condiciones de uso. La exigencia de no privatizar con parquímetros las calles del Puerto debiera ser atendida. El problema es que el actual sistema ha sido convertido en un modus operandi que se asemeja más a la extorsión organizada que al ordenamiento del uso del automóvil en el centro de la ciudad. Mientras  la autoridad vea a los parquímetros como un negocio y como un remedio para aliviar las finanzas municipales, sumamente deterioradas por su manejo equívoco en aras del enriquecimiento personal y del apoyo a las campañas políticoelectorales, y no como una medida integral del ordenamiento urbano, que requiere de más estacionamientos y un servicio de pasaje publico decoroso y de precios justos, y por otra parte, busque imponer sus decisiones de manera unilateral, el perjuicio para el turismo y para los propios habitantes del Puerto será una constante. Sostener el sistema actual de extorsión oficial a todos perjudica. La solución pasa por una definición de los espacios comunes públicos y los espacios comunes privatizados. Mientras tanto, debemos apoyar esta lucha ciudadana que obliga a la reflexión y le hace recordar al poder político que su legitimidad siempre está en juego. Se trata de una lucha que rompe el tedio y la monotonía del continuismo sin ilusión por la novedad y el progreso. 







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Flatulencias del lenguaje político

Por Francisco Montfort Guillén

En el artificio de la lengua, en la conexión entre pensamiento, realidad y lenguaje, en el respeto a los otros diferentes, que son nosotros mismos descansa la primordial herramienta de la política: el discurso. Si éste es inadecuado, la comunicación desaparece y la vinculación entre dirigentes y dirigidos se debilita, provocando la inacción colectiva y exacerbando las diferencias y los conflictos.

La palabra en política jamás resulta inocua. Daña el discurso construido con mentiras y engaños. Perjudica el mensaje elaborado con lugares comunes, con palabras desconectadas de la realidad, dichas sin convicción mientras el rostro refleja incomprensión  y hasta temor. Hieren las palabras arrojadas al caldero donde se cocinan la descalificación, el odio, la revancha, la disputa.

Hasta antes de la aparición de la fotografía, el poder era visible sólo para unos cuantos y la pintura y la escultura representaban a hombres políticos y de gobierno magnificados, sin defectos, asociados a las mitologías de los grandes héroes o dioses. La fotografía permitió la representación real de los poderosos. La prensa asoció sus  imágenes y discursos. La radio les dio voz y simultaneidad. Con el cine adquirieron movilidad. La televisión conjuntó todos estos elementos y colocó a los políticos dentro de las casas de los gobernantes. El influjo de la televisión ha provocado el abuso de los políticos por sus deseos de reconocimiento, de notoriedad y de fama. Ganar las ocho columnas, ser la noticia del día todos los días es el propósito que guía sus pasos.
Con su retórica envenenada exacerban y manipulan los sentimientos de las personas. Causan en la sociedad divisiones y enconos. Retórica de la guerra, la descalificación y finalmente del dominio: una sociedad abrumada por los problemas cotidianos, incapaz de pensar siquiera la causa de esos problemas se ve lanzada a la lucha fratricida.

En un momento en que nuestro discurso se ha vuelto tan fuertemente polarizado, en un momento en que estamos demasiado dispuestos a echarle la culpa de todo a los que piensan diferentes a nosotros, es importante hacer una pausa y asegurarnos de que estamos hablando entre nosotros de una manera que cure no de una manera que lastime. Estas palabras a la letra, describen nítidamente la realidad mexicana. Y sin embargo, fueron pronunciadas por Barack Obama, como crítica de la situación política en Estados Unidos.

A propósito de la tragedia de Tucson, Arizona, el presidente norteamericano afirmó: si estas muertes “ayudan a marcar el comienzo de más civilidad en nuestro discurso público, recordemos que no se debe a que una simple falta de civismo causó esta tragedia, sino más bien a que sólo un discurso público más civilizador y honesto puede ayudarnos a afrontar nuestros desafíos como nación, de una manera que nos haría sentir orgullosos”. Esta reflexión está ausente en México. Las bravuconadas de Humberto Moreira, el nuevo presidente del PRI, y las respuestas de los funcionarios panistas sólo reflejan ausencia de reflexión crítica y de conocimiento profundo y sereno de los problemas del país. Al instituir la descalificación de los rivales, hasta convertirlos en enemigos, el “nuevo” dirigente priista refuerza divisiones y antagonismos tanto estériles como peligrosos.

Si en verdad H. Moreira y los priistas buscan resolver los problemas que ellos mismos crearon, y que desde sus perspectiva los panistas son incapaces de resolver, con sus actuales mayorías parlamentarias y de gubernaturas, los tricolores, pueden iniciar este año las reformas que solucionen en buena parte los males del país, y cuya elaboración y puesta en práctica les favorecerá su posible gestión pública federal a partir de 2012. Y si de verdad son tan capaces como afirman ¿por qué no han solucionado los graves problemas que han provocado en los estados de la república que gobiernan? Si actúan en este sentido, todos los mexicanos les agradeceremos sus acciones. Las incapacidades y corrupciones panistas no requieren más exhibición. Están a la vista de todos. Al menos en Veracruz, en donde sus actuaciones provocan, cuando menos, un profundo malestar ético.
















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Ficción, corrupción, impotencia

Por Francisco Montfort Guillén

Mientras la verdad tiende hacia la unidad o hacia la reducción de explicaciones en conjuntos mínimos y coherentes, la mentira adquiere miles de formas que encadenan falsedades, unas tras otras. La política, que tiene por espacio privilegiado el pensamiento, la imaginación y los sentimientos humanos tiene que lidiar con verdades y mentiras para ser efectiva. La política no habita en el Estado, en el gobierno y los partidos sino en las ideas, emociones y actitudes de quienes la ejercen y en quienes son sometidos a su poder.

La responsabilidad, el comportamiento garante, la obligación de reparar el daño causado por uno mismo a otras personas, animales o cosas, así como la capacidad de tomar decisiones de manera autónoma y actuar de manera solidaria para obtener a cambio la confianza de los demás es el centro gravitacional entre la verdad y la mentira en política.

En la lucha política abundan la astucia, los engaños, las críticas en contra de los adversarios. La secrecía también forma parte de la estrategia de los juegos del poder. En una sociedad democrática el límite a las argucias y descalificaciones de la política es la ética. Sin valores y conductas que contengan las pasiones, la competencia deriva en batallas que no respetan la vida, la libertad y el patrimonio de los adversarios convertidos en enemigos. Sin ética, la política transita a las acciones violentas provocando el exterminio de la vida.

El otro freno a la política de dominio avasallador es la verdad. O más precisamente el amor a la verdad, la búsqueda de certezas y el uso de mecanismos apropiados para construir soluciones. El ejercicio permanente de la mentira conduce al autoengaño. En esta situación, el ejercicio del poder se convierte en manipulación inescrupulosa. Y más grave aún, impide el reconocimiento de los problemas, su análisis y la construcción de las alternativas de solución.

En política no existen verdades únicas ni manera inequívocas de solución de problemas. De ahí la importancia de mantener en la arena pública el diálogo sobre los desafíos que enfrenta una sociedad. Ocultar los problemas conduce a la simulación. Este ejercicio pernicioso de la mentira política está en el origen de que en el país tengamos cada seis años la misma cantaleta sobre necesidades de la sociedad y soluciones mágicas. La mentira se sostiene en el vacío. No sólo el que colma la moral del mentiroso. La extiende como mal social pues aborda un mundo imaginario. La mentira  política conduce a una sociedad a fantasear, a desconocer su propia realidad y a sostener soluciones ficticias.

La política ficción es resultado del engaño como forma de vida. Es el sustento de las promesas irrealizables, es el mantenimiento de la campaña electoral permanente, del esfuerzo por mantener, mediante ofertas, lo que no puede construirse mediante realizaciones. La política de ficción y la política de corrupción someten a las sociedades de esta manera se convierten en grupos sociales impotentes para modificar la realidad y mejorar su calidad de vida. Ficción, corrupción e impotencia políticas crean la fuente que nutre el pesimismo social de una sociedad enfrentada a una realidad que desconoce. Sin la verdad, todos los supuestos logros de las instituciones crean frustración… porque no “se viven”, no son constatables para la mayoría de los ciudadanos, que si “viven” la deuda y la parálisis gubernamental, la mala calidad de las infraestructuras, la inflación, la baja calidad escolar pública y privada. Y más grave que una revolución -que significa movimiento y energía desenfrenadas- es la aceptación indolente de situaciones que se juzgan inamovibles, inmodificables y fruto de un destino fatal. Parece poco, pero esta es la realidad que vivimos. Al menos, al este del paraíso mexicano.







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Servidumbre voluntaria

Por Francisco Montfort Guillén

Ha tomado carta de naturaleza en nuestra sociedad, en nuestra cultura, que la idoneidad de las instituciones públicas basta y sobra para producir comportamientos individuales y sociales correctos. Por la construcción de dichas instituciones esperamos que la justicia y la libertad florezcan en nuestra vida cotidiana. Y cuando los hechos nos demuestran el fracaso educativo, la pobreza económica o la inseguridad pública tendemos a culpar aquellas instituciones pensadas para proporcionarnos dicha y bienestar. Pocas veces aceptamos que algunos de nosotros o personas similares a nosotros son quienes las hacen funcionar o que el fracaso de su operación se debe al comportamiento individual y colectivo de todos los ciudadanos.

Esta disociación muestra la evasión de responsabilidades en la que culturalmente somos formados. Por muchas generaciones hemos dejado que el día a día nos forme como ciudadanos responsables, como profesionistas competentes, como personas solidarias. Crecemos pensando que la escuela, la policía, el sistema de salud o el sistema electoral fueron construidos magistralmente, con los más nobles objetivos y que basta su presencia para socializar e instituir valores y conductas deseables, admiradas y reconocidas por todos.

El pasado no es un estado de tiempo inasible, etéreo. Ha dejado su huella en nuestra cultura y se reproduce en cada uno de nosotros desde la infancia. Adquiere connotaciones valiosas cuando constatamos la reproducción de tradiciones históricas o culinarias. Pero cerramos los ojos cuando ese pasado se nos hace presente por medio de conductas y actitudes que nos dañan. Por lo regular tratamos de explicar estas conductas con el simplismo de una dualidad insostenible: los ciudadanos son ejemplares, los funcionarios públicos son perversos.

Es culpa de los funcionarios el bajo rendimiento escolar, los homicidios y el crimen organizado, las enormes deficiencias del sistema salud, la baja calidad de las infraestructuras. La respuesta oficial no es menos simplificadora: contamos con leyes de gran calidad, las instituciones funcionan a su máxima capacidad y responsablemente, los funcionarios son los más competentes. Vivimos un duelo permanente entre ciudadanos ejemplares imaginarios contra instituciones ideales imaginarias. No cambiamos estas visiones a pesar de la inmensa realidad que nos muestra nuestro subdesarrollo, nuestra premodernidad y nuestra antidemocracia.

Para romper este duelo entre quimeras requerimos repensar nuestro modelo de convivencia y nuestra cultura. Necesitamos, con urgencia, instituir valores si deseamos crear las condiciones para que podamos vivir las vidas que queremos y somos capaces de construir. Sólo por esta vía podremos eliminar injusticias remediables. Nuestra realidad, sin embargo, nos desilusiona, porque somos incapaces de aceptar nuestras limitaciones derivadas de vivir en un contexto de “servidumbre voluntaria” y de ausencia total de “repugnancia moral”. Éste es propicio para desarrollar tanto el juego del autoengaño ciudadano como el de los embustes políticos.

Sólo esta abominable combinación que provoca sujeción, humillación y poca estima puede explicar la aceptación social de la actual clase política y el desfondamiento moral y ciudadano de la sociedad civil. Con la actual situación de Tamaulipas y Chihuahua ¿cómo explicar que la sociedad refrendara el dominio político del PRI? ¿Cómo explicar la aceptación pasiva del retroceso antidemocrático de los procesos electorales en todo el país? ¿Cómo es posible aceptar la moneda corriente de la corrupción oficial y privada? ¿Y la pasividad de las sociedades nacional y estatal frente al fracaso educativo, origen de la mayoría de nuestros males, no es acaso el síntoma claro de un mecanismo de autodefensa, de pasividad frente a la derrota y de aceptación voluntaria de liderazgos políticos que las sojuzgan? ¿Qué decir de la inaceptable seguridad pública, la mala calidad de la justicia y el aberrante funcionamiento de las policías? La presencia de la “servidumbre voluntaria” y de la ausencia de “repugnancia moral” es una relación que puede explicar las condiciones que han provocado el pesimismo social que nos invade y la permanencia de élites disfuncionales al progreso de la sociedad mexicana.










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